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El coleccionista irreductible. Obras de la colección César Monzonís

El coleccionista de arte siente en lo profundo de sí mismo que la creación es vida. O también que coleccionar obras de arte es la vida del coleccionista de arte.

Doy vueltas a estas dos frases. Ya he escrito en otras ocasiones sobre la colección de César Monzonís (aunque, naturalmente, ésta cambia con el devenir, aumenta más bien), así que no quiero repetir ideas, quisiera reflexionar sobre lo que supone para él el acto de coleccionar. Ciertamente, hay colecciones conformadas con fines de inversión, de especulación o incluso para aparentar, pero el verdadero coleccionista de arte es ante todo un entusiasta. Invierte, además de su dinero, mucho de su tiempo en su colección, se informa, investiga y ordena su colección de forma que la realza y, por supuesto, la disfruta en la contemplación o cuando la muestra a los demás. Hasta aquí, lo tengo claro.

Simon Arrebola, Orfeo y las utopías transitorias, 2018. Gouache sobre papel, 70x100cm

 

El coleccionista ama verdaderamente las obras de arte que colecciona, se siente apegado a ellas, comparten su intimidad. Obviamente, la colección de arte se constituye en función de la personalidad del coleccionista y se convierte también, paralelamente, en elemento constitutivo de su identidad. Es casi un autorretrato. Son las elecciones, la mirada, las experiencias del coleccionista las que hacen su colección.

Comencemos por el principio: la colección se define por el concepto de categorización, es decir, una acción u operación mental, explícita o implícita, que consiste en organizar datos perceptuales o léxicos en categorías o clases definidas por ciertos criterios.

Dicho esto, el caso es que coleccionar es un fenómeno que afecta a mucha gente, en todo el mundo. Hay filatelistas (sellos), clopoclépilos (llaveros), numismáticos (monedas), glacófilos (tarros de yogur)… Probablemente se pueda coleccionar todo tipo de cosas, incluso amoríos. De hecho, hace unos cientos de miles de años, nuestros antepasados Sapiens ya coleccionaban objetos. No pinturas ni sellos, alfileres o chapas de botellas, pero sí pedernales usados, heredados de sus antepasados (o al menos ese es el sorprendente descubrimiento realizado por un equipo israelí de antropólogos dirigido por Ran Barkai y Bar Efrati). Pero, ¿de dónde viene esta pasión por el coleccionismo?

Breza Cecchini, Niño y caballos, 2020. Óleo sobre lienzo, 70x50cm

 

El filósofo Walter Benjamin se hizo esta misma pregunta en varios de sus textos. Según él, el coleccionista encarna un intento grandioso de superar el carácter perfectamente irracional de la simple presencia del objeto en el mundo, integrándolo en un nuevo sistema histórico, creado especialmente para este fin.

A veces costaba un poco entender al bueno de Benjamin. Yo lo veo más bien como alguien que lucha contra la dispersión del universo, contra la reducción del mundo a una suma de cosas que no valen por sí mismas sino porque están integradas en una red, en un sistema de funciones, de fines. Bajo esta romántica y heroica imagen, y conociendo un poquito a César Monzonís, creo que en cada una de las obras de su colección está presente el mundo, ordenado a través de conexiones sorprendentes, puede que incomprensibles para los demás.

Pero no nos avancemos. Efectivamente, el principio de una colección se basa en reunir un conjunto de objetos que presentan, a los ojos del coleccionista, una cierta coherencia entre ellos. Desde la colección de obras artísticas hasta la de enanos de jardín, el interés por iniciar o continuar una colección es algo activo y, por tanto, se ejerce con plena conciencia. La búsqueda y adquisición de un objeto se realiza según la propia voluntad del coleccionista, que se guía por la incorporación de unas cosas preferidas respecto a otras, una preferencia que puede parecer irracional porque más allá de la naturaleza inusual del objeto coleccionado y que puede llevar al coleccionista a tomar decisiones inconcebibles a los ojos de los no coleccionistas.

He visto muchas colecciones de arte, he conocido a unos cuantos coleccionistas y he leído (y escrito) bastante sobre coleccionismo, sin embargo no termino de vislumbrar ninguna luz satisfactoria sobre la comprensión de los factores fundamentales en el origen del acto de coleccionar. En efecto, la búsqueda consciente de unas obras preferidas por un coleccionista, relacionarlas aquí o mostrarlas, no permite responder a una doble pregunta central, la relativa a las motivaciones fundamentales que subyacen en el acto mismo de coleccionar (¿por qué coleccionar?) y la relativa a la naturaleza misma del objeto recogido (¿por qué recoger tal obra y no cualquier otra?). Entiendo que la respuesta varía dependiendo del coleccionista, así que voy a intentar contextualizar una explicación referida al acervo que nos ocupa aquí, la colección de César Monzonís.

Además, las motivaciones que constituyen los fundamentos mismos del acto de coleccionar son tanto más difíciles de identificar en cuanto que los propios coleccionistas no parecen ser capaces de responder a estas dos preguntas. Sin duda porque hay “motivaciones” no confesables, pero también porque no siempre son capaces de racionalizar sus “motivaciones” subyacentes, que muchas veces son percibidas como irracionales por los demás, como decía. Si el lector es coleccionista, ¿no le ha pasado alguna vez que ha preferido no contar que ha hecho una adquisición determinada, porque la gente no comprendería porqué lo ha hecho?

Juan Fernández Álava, Julia, 2015. Óleo sobre lienzo, 50x38cm.

 

Desde el punto de vista psicoanalítico freudiano, el acto de coleccionar está ligado a la infancia del coleccionista. Confieso que no conozco tanto a César Monzonís (ni creo que deba) como para aventurarme a sacar conclusiones sobre su niñez. En ese caso, su colección se basaría en una atracción sentimental o agridulce por una experiencia directamente resultante del pasado vivido por el coleccionista, y las obras sobre las que dirige la atención constituirían una especie de defensa, de protección, de compensación en relación con situaciones vividas previamente. Créanme, no quiero saberlo. Además, a mi no me convence esta hipótesis, la verdad. Creo que la conexión con la experiencia del coleccionista no siempre está presente y, además, la nostalgia también puede provenir de un pasado idealizado y subjetivo.

El coleccionismo también puede definirse como un impulso instintivo de poseer. La adquisición de una nueva pieza es una forma de recompensa que el coleccionista se regala. Es difícil culpar a alguien de querer poseer bienes materiales en una sociedad tan materialista, en la que prácticamente todo tiene un mercado. Pero ¿es de materialismo de lo que hablamos en este caso? Tampoco me convence. El coleccionismo se reduce entonces a la simple posesión y no creo que sea el caso de César Monzonís.

Lo que sí aprecio es que, en cualquier caso, el objeto coleccionado se convierte en una forma de extensión del coleccionista, en una parte integrada. Aquí sí me empieza a encajar la figura de César.

Mª José Gallardo, El importador, 2017. Técnica Mixta sobre lienzo, 98x162cm.

 

A veces se compara al coleccionista con un ser dotado de un limitado sentido de la razón. Es cierto que, en determinadas circunstancias, su pasión puede cegarle hasta el punto de hacerle reaccionar impulsivamente. Sin embargo, esta forma de atracción subjetiva y excesiva lo lleva, además, a conocer bien el valor de las cosas que colecciona y lo empuja a organizar su colección con rigor y precisión. Los impulsos afectivos e incontrolables dan paso entonces a un enfoque racional de la colección; sus vivencias, sus áreas de interés, sus sensibilidades no sólo están influenciadas por el entorno social en el que creció el coleccionista sino también por el recorrido de vida que ha atravesado y atraviesa. Todos estos elementos forman parte de la alquimia del coleccionismo, donde la materialidad de las colecciones es sólo la parte visible de un iceberg, cuyo tamaño de la parte sumergida sigue siendo, aún hoy, inconmensurable.

César no colecciona cualquier cosa, construye, con estas obras, un universo en el que se siente bien. Y hay algo, hablando con él, del placer de la adicción, el deseo incontenible, esa tendencia a pensar en la próxima obra que va a comprar, sentir una especie de añoranza cuando una pintura pasa justo frente a él y se escapa.

Creo que lo que define la colección de César Monzonís, mejor dicho, lo que lo define a él como coleccionista, es que no lo hace para tener obras, sino para vivir con ellas. Es más una relación con el ser mucho más que una relación con el tener. Así, el acto de coleccionar se refiere menos al sentimiento de acumular cosas que a rodearse de presencias. Es la relación romántica la que sirve como metáfora preferida de los coleccionistas para expresar la pasión ligada a su práctica. Es Pigmalión enamorado de su estatua de marfil.

No es una cuestión de presumir en los coleccionistas una incapacidad para distinguir los seres de las cosas. No es eso, o al menos no lo es más que lo que le pasa al gurú africano reverenciando la máscara que hizo con sus propias manos como un espíritu peligroso, al cristiano sosteniendo la hostia con el cuerpo de Cristo, o al investigador insultando al ordenador que se bloquea y al que acusa de mala voluntad. No, no es eso, pero sí quisiera dar cuenta en este breve texto de lo que constituye una relación apasionada con unos objetos más que con otros.

Leo Wellmar, With the wind, 2001. Óleo sobre lienzo, 89x130cm.

 

Me explico:

A los coleccionistas les gusta ver en la obra una especie de agente autónomo que se manifiesta como tal desde el momento de su encuentro. Más que la obra es elegida por el coleccionista, es la obra la que se impone como si ella lo hubiera elegido a él. Ya sea que se vea expuesta en una galería, en un puesto del mercado, en manos de un subastador o de un aldeano melanesio, siempre es la obra la que salta, guiña y desafía a su futuro poseedor.

A diferencia de cualquier cosa ordinaria, nunca poseemos realmente la obra. La persona que la cuelga en su casa a menudo tiene la sensación de representar solo un eslabón en la vida de la pintura o la escultura. La posesión no se experimenta como apropiación plena ya que comprar una obra no es en el fondo otra cosa que alquilarla, es decir, pagar por el derecho a disfrutarla durante toda la vida. Así como existió antes del coleccionista, seguirá existiendo después de él, una obra de arte dedicada en definitiva al coleccionismo de coleccionistas.

Existe, además, el sentimiento de que la posesión intelectual de la obra de arte, ya no sólo material, sigue siendo imposible, conservando siempre el arte una parte irreductible de misterio a los ojos del coleccionista. Por una especie de asimetría enigmática, la obra que ejerce un impacto emocional sobre la persona que la posee parece en cambio permanecer impenetrable, inviolable, refractaria a cualquier intrusión cognitiva.

En un sentido práctico, uno puede comportarse humanamente hacia una obra sólo en tanto la obra se comporta de manera humana hacia uno; es decir, la obra es significativa en la medida en que es rica en asociaciones imaginarias y reales. Una obra de arte transmite un mundo de posibilidades frente a la posibilidad del mundo, porque lo que interesa en realidad es que lo posible bulla en el cerebro y zumbe en sus entretejidos el abejoneo de sus combinaciones.

La obra coleccionada es el soporte de una relación especular que no reduce al coleccionista a una postura puramente contemplativa sino que le ayuda, de forma dinámica, a construirse a sí mismo. Esta es la colección de César Monzonís porque él la ha querido así. César Monzonís es así, en gran medida, porque así lo quiere su colección de arte.

Josep Tornero, Sin titulo, 2015. Óleo sobre lienzo, D-80cm.

 

Texto: Joan Feliu